Durante casi todos los años de mi corta vida, he escuchado y
dicho que se necesita un cambio, que esto está mal, que no podemos seguir de
tal o cual manera y en casi todas las ocasiones, el cambio nunca llegó; ni
notablemente; ni tangiblemente; ni proporcionado por las entidades encargadas
de proporcionarlo. Incluyéndome e incluyendo a mis círculos cercanos.
Este discurso tan bienintencionado
y completamente necesario, invariablemente, aumentaba, tanto en cantidad como
en intensidad, en tiempos electorales, cualesquiera que fueran estos tiempos,
locales o federales. Las ideas se escuchaban por doquier; en la casa, en la
escuela, en las reuniones familiares y casi todos los sitios donde hubiera dos
o más ciudadanos.
En general las conversaciones que
llegué a escuchar e incluso en las que llegué a participar nunca pasaron de una
acalorada discusión, en la cual cada uno de los contendientes terminaba con el mismo
punto de vista con el que habían iniciado. Aunque por lo general el punto
convergente en tales discusiones era el cambio; cambio de situaciones, de
personas, de partido, de dineros, de infraestructura, de leyes, etc.
A pesar de que estos debates
aumentaban durante tiempos electorales, a mi parecer, el voto nunca fue tema
coincidente, en cuanto al motor del cambio se refiere. Los únicos que lo
promovían y los defendían a ultranza, eran aquellos que contaban con la
información previa de que iban a obtener la mayoría de tan preciados dones, es
decir, a los que les tocaría su hueso.
Frases como “pues yo voto por el
PRI porque ya se que va a ganar” “pa que
voy, si de todos modos ya sabemos quien va a ganar”, “yo voto por la
“oposición” para que por lo menos robe otro” “puros pinches ratas, el voto es
puro cuento” o la mejor frase al respecto, la cual escuché de labios de mi
difunta abuela: “yo les voto la hierba sin rais”,
eran indicativo del desprecio generalizado por una actividad la cual más que
una opción representaba una ofensa y una pérdida de tiempo, al no respetar la
voluntad y tratar de pasar por estúpido a quien depositaba su confianza en
ella.
Se votaba por el que diera las
mejores bolsas para el mandado; o por el familiar cercano o lejano, quien
representaba una potencial ayuda futura; por el que ya fuera rico —así no
robaría tanto—; por el que prometiera beneficios directos para la colonia o la
familia. Pero, en realidad, nadie creía posible que con una simple tache en un
papel con el nombre del candidato, se cumplirían sus deseos o se llevaría a
cabo ese tan ansiado cambio, querido y anhelado por todos.
Pero ¿a qué nos referimos con “el
cambio”? ¿Qué es? ¿Qué conlleva obtenerlo? ¿Cuánto cuesta? ¿Cómo se llega a él?
¿Se pierde algo cuando llega? Tal vez nunca lo sabremos, pues no estoy tan
seguro de que todos nos refiramos a lo mismo cuando solicitamos el cambio, y
cómo podría ser si, simplemente, en el diccionario de la RAE hay 10 acepciones.
De acuerdo con ello, muchos podrían estar pidiendo la acción y efecto de
cambiar o realizar una permuta; dejar una cosa o situación para tomar otra;
convertir algo en otra cosa, frecuentemente su contrario; modificarse la
apariencia, condición o comportamiento; solicitar el sobrante de algún dinero o
simplemente hacerse de moneda fraccionario para fines prácticos en algún
intercambio comercial.
Cada ciudadano está pensando en su
propia transformación, cosa, a mi parecer, muy válida, aunque así suelta no
considero sirva de mucho. Aunque deben existir puntos convergentes entre tantas
individualidades, pero cuáles serían, cuáles podrían ser las coincidencias en
la metamorfosis de la sociedad mexicana.
Por supuesto que el cambio
conlleva una transformación, ya sea permuta, cambio de apariencia o ferear un
billete —como dicen mis primos de provincia “feramelo”— implica transformarse,
dejar de percibir los objetos o situaciones de alguna forma para comenzar a
percibirlos de otra, en estos términos, el cambio es a su vez renuncia.
Cuando se renuncia a algo se vive
un estado de pérdida definitiva, de duelo, en el cual se apuesta por ganar un
estado más ventajoso del que se tiene. De esta manera el precio que se paga es,
precisamente, aquello a lo que estamos renunciando, y sin importar
particularidades, pues cada quién tiene sus preferencias, el efecto de bola de
nieve va a agregando importancia global a cada una de las transformaciones.
Pero ¿qué tan dispuestos y
preparados estamos para renunciar? Para renunciar a un estatus, a una clase
social, a una escala de valores, a un conjunto de ideas y actitudes, a las
amistades, al trabajo que tanto tortura, a las canonjías, a la comodidad ¿en
realidad tendríamos todo eso que perder? ¿a cambio de qué?
Poner de acuerdo a 120 millones de
personas es una tarea imposible, absurda, de tal manera parece que el cambio
debiera ser personal aunque no intransferible, pues al vivir en una sociedad,
el movimiento de cada individuo influye o afecta a todo el conjunto. La
metamorfosis de cada elemento impacta justo al medio que lo contiene.
Así, lo que signifique un cambio
para ti lo significará para mi, siempre y cuando esté regido por la congruencia
de renunciar a lo que sea necesario en busca del objetivo que sea necesario. De
tal manera, el cambió debería darse a nivel personal y de acuerdo con aquellas
situaciones, personas o cosas que a nuestro parecer amenacen el rezago tanto de
nuestra individualidad como de nuestra comunidad.
Muchos opinan que la inasistencia
a las casillas electorales es un acto de pereza tanto física como social e
intelectual, que no presentarse a votar equivale a validar o ratificar ese
sistema que tanto nos aplasta y acongoja. Pero que tanta pereza puede
representar el asistir a tachar una boleta para después dedicarse sólo a
vociferar en contra de ese maldito gobierno el cual está al mando gracias a mi
o en contra mío.
Pareciera que el ejercicio de las
elecciones nos exime de todas aquellas obligaciones y derechos ciudadanos que
más allá del voto representan herramientas para la transformación, tales como:
manifestarse, expresarse, respetar las leyes escritas y las no escritas, respetar
las opiniones ciudadanas y cuestionar las oficiales, protestar o agradecer las
acciones de nuestros representantes, entra muchas otras no menos pero si más
importantes que votar. Pareciera que votar me quita la responsabilidad sobre el
futuro, convirtiendo a quien favorecí con mi elección como el principal
responsable de los amaneceres por venir y si no voto pareciera que, aunque se
mi intención, no tengo derecho de participar en la construcción del buen puerto
de aquellos amaneceres.
Los comicios, por supuesto que
excelentemente bien llevados, son una parte del principio, defender y sostener
ese voto o no voto sería la continuación y la participación activa en los
intervalos electorales podría ser el complemento del ejercicio para atraer el
auténtico cambio.
Acción es la palabra y va mucho
más allá de tachar uno, o todos o ninguno de los nombres de la boleta del uno
de julio. Y sueño es el consejo que nos puede llevar hacia dicha acción.
El cambió sería una elección y la
renuncia congruentes a una llamada proveniente de lo más profundo de nuestro
ser. Sería hacerle caso, quizás por primera vez, a nuestro verdadero yo. De tal
manera la traducción de aquella elección podría ser: un estado civil, un empleo,
una profesión, un lugar, una persona, una actividad, una protesta, y al mismo
tiempo la renuncia de alguna o todas las anteriores.
Si reunimos el valor y la fuerza
necesarios para elegir y renunciar, estaríamos logrando el principio del
movimiento. Ese movimiento de la masa que necesita de cada uno de los engranes
que la componen para poder avanzar armónicamente, sin aplastar a unos ni olvidar
a los otros.