viernes, 29 de junio de 2012

Somos cambio


Durante casi todos los años de mi corta vida, he escuchado y dicho que se necesita un cambio, que esto está mal, que no podemos seguir de tal o cual manera y en casi todas las ocasiones, el cambio nunca llegó; ni notablemente; ni tangiblemente; ni proporcionado por las entidades encargadas de proporcionarlo. Incluyéndome e incluyendo a mis círculos cercanos.
Este discurso tan bienintencionado y completamente necesario, invariablemente, aumentaba, tanto en cantidad como en intensidad, en tiempos electorales, cualesquiera que fueran estos tiempos, locales o federales. Las ideas se escuchaban por doquier; en la casa, en la escuela, en las reuniones familiares y casi todos los sitios donde hubiera dos o más ciudadanos.
En general las conversaciones que llegué a escuchar e incluso en las que llegué a participar nunca pasaron de una acalorada discusión, en la cual cada uno de los contendientes terminaba con el mismo punto de vista con el que habían iniciado. Aunque por lo general el punto convergente en tales discusiones era el cambio; cambio de situaciones, de personas, de partido, de dineros, de infraestructura, de leyes, etc.
A pesar de que estos debates aumentaban durante tiempos electorales, a mi parecer, el voto nunca fue tema coincidente, en cuanto al motor del cambio se refiere. Los únicos que lo promovían y los defendían a ultranza, eran aquellos que contaban con la información previa de que iban a obtener la mayoría de tan preciados dones, es decir, a los que les tocaría su hueso.
Frases como “pues yo voto por el PRI porque ya se que va a ganar” “pa que voy, si de todos modos ya sabemos quien va a ganar”, “yo voto por la “oposición” para que por lo menos robe otro” “puros pinches ratas, el voto es puro cuento” o la mejor frase al respecto, la cual escuché de labios de mi difunta abuela: “yo les voto la hierba sin rais”, eran indicativo del desprecio generalizado por una actividad la cual más que una opción representaba una ofensa y una pérdida de tiempo, al no respetar la voluntad y tratar de pasar por estúpido a quien depositaba su confianza en ella.
Se votaba por el que diera las mejores bolsas para el mandado; o por el familiar cercano o lejano, quien representaba una potencial ayuda futura; por el que ya fuera rico —así no robaría tanto—; por el que prometiera beneficios directos para la colonia o la familia. Pero, en realidad, nadie creía posible que con una simple tache en un papel con el nombre del candidato, se cumplirían sus deseos o se llevaría a cabo ese tan ansiado cambio, querido y anhelado por todos.
Pero ¿a qué nos referimos con “el cambio”? ¿Qué es? ¿Qué conlleva obtenerlo? ¿Cuánto cuesta? ¿Cómo se llega a él? ¿Se pierde algo cuando llega? Tal vez nunca lo sabremos, pues no estoy tan seguro de que todos nos refiramos a lo mismo cuando solicitamos el cambio, y cómo podría ser si, simplemente, en el diccionario de la RAE hay 10 acepciones. De acuerdo con ello, muchos podrían estar pidiendo la acción y efecto de cambiar o realizar una permuta; dejar una cosa o situación para tomar otra; convertir algo en otra cosa, frecuentemente su contrario; modificarse la apariencia, condición o comportamiento; solicitar el sobrante de algún dinero o simplemente hacerse de moneda fraccionario para fines prácticos en algún intercambio comercial.
Cada ciudadano está pensando en su propia transformación, cosa, a mi parecer, muy válida, aunque así suelta no considero sirva de mucho. Aunque deben existir puntos convergentes entre tantas individualidades, pero cuáles serían, cuáles podrían ser las coincidencias en la metamorfosis de la sociedad mexicana.
Por supuesto que el cambio conlleva una transformación, ya sea permuta, cambio de apariencia o ferear un billete —como dicen mis primos de provincia “feramelo”— implica transformarse, dejar de percibir los objetos o situaciones de alguna forma para comenzar a percibirlos de otra, en estos términos, el cambio es a su vez renuncia.
Cuando se renuncia a algo se vive un estado de pérdida definitiva, de duelo, en el cual se apuesta por ganar un estado más ventajoso del que se tiene. De esta manera el precio que se paga es, precisamente, aquello a lo que estamos renunciando, y sin importar particularidades, pues cada quién tiene sus preferencias, el efecto de bola de nieve va a agregando importancia global a cada una de las transformaciones.
Pero ¿qué tan dispuestos y preparados estamos para renunciar? Para renunciar a un estatus, a una clase social, a una escala de valores, a un conjunto de ideas y actitudes, a las amistades, al trabajo que tanto tortura, a las canonjías, a la comodidad ¿en realidad tendríamos todo eso que perder? ¿a cambio de qué?
Poner de acuerdo a 120 millones de personas es una tarea imposible, absurda, de tal manera parece que el cambio debiera ser personal aunque no intransferible, pues al vivir en una sociedad, el movimiento de cada individuo influye o afecta a todo el conjunto. La metamorfosis de cada elemento impacta justo al medio que lo contiene.
Así, lo que signifique un cambio para ti lo significará para mi, siempre y cuando esté regido por la congruencia de renunciar a lo que sea necesario en busca del objetivo que sea necesario. De tal manera, el cambió debería darse a nivel personal y de acuerdo con aquellas situaciones, personas o cosas que a nuestro parecer amenacen el rezago tanto de nuestra individualidad como de nuestra comunidad.
Muchos opinan que la inasistencia a las casillas electorales es un acto de pereza tanto física como social e intelectual, que no presentarse a votar equivale a validar o ratificar ese sistema que tanto nos aplasta y acongoja. Pero que tanta pereza puede representar el asistir a tachar una boleta para después dedicarse sólo a vociferar en contra de ese maldito gobierno el cual está al mando gracias a mi o en contra mío.
Pareciera que el ejercicio de las elecciones nos exime de todas aquellas obligaciones y derechos ciudadanos que más allá del voto representan herramientas para la transformación, tales como: manifestarse, expresarse, respetar las leyes escritas y las no escritas, respetar las opiniones ciudadanas y cuestionar las oficiales, protestar o agradecer las acciones de nuestros representantes, entra muchas otras no menos pero si más importantes que votar. Pareciera que votar me quita la responsabilidad sobre el futuro, convirtiendo a quien favorecí con mi elección como el principal responsable de los amaneceres por venir y si no voto pareciera que, aunque se mi intención, no tengo derecho de participar en la construcción del buen puerto de aquellos amaneceres.
Los comicios, por supuesto que excelentemente bien llevados, son una parte del principio, defender y sostener ese voto o no voto sería la continuación y la participación activa en los intervalos electorales podría ser el complemento del ejercicio para atraer el auténtico cambio.
Acción es la palabra y va mucho más allá de tachar uno, o todos o ninguno de los nombres de la boleta del uno de julio. Y sueño es el consejo que nos puede llevar hacia dicha acción.
El cambió sería una elección y la renuncia congruentes a una llamada proveniente de lo más profundo de nuestro ser. Sería hacerle caso, quizás por primera vez, a nuestro verdadero yo. De tal manera la traducción de aquella elección podría ser: un estado civil, un empleo, una profesión, un lugar, una persona, una actividad, una protesta, y al mismo tiempo la renuncia de alguna o todas las anteriores.
Si reunimos el valor y la fuerza necesarios para elegir y renunciar, estaríamos logrando el principio del movimiento. Ese movimiento de la masa que necesita de cada uno de los engranes que la componen para poder avanzar armónicamente, sin aplastar a unos ni olvidar a los otros.