jueves, 24 de septiembre de 2015

Pachanguero

Siempre me han gustado las fiestas, de las que sean, como sean y cuando sean. Desde niño iba a muchas fiestas, la mayoría eran para adultos pero eran igual de buenas, sino es que mejores que mejores que las de los niños, sobre todo cuando eran en alguna casa y mi mamá y todas las mamás de mis primos se juntaban para originar la fiesta desde temprano, pues aunque la fiesta ya estaba pactada en fecha y horario, surgía desde cero. Unas señoras se encargaban de adornar en patio, colgaban festones y globos de colores de techos y paredes; ordenaban mesas y sillas parecidas a una formación militar y las pulían con manteles blancos, daba la impresión de que comíamos en una nube gigante. Las demás señoras se repartían en cocinas improvisadas a cocinar el banquete para un ejército de invitados, ellas inclusive. Todo aquello se llenaba de nubes de humo y vapor llenas de aromas deliciosos, comíamos el arroz por secciones, mientras nos jugábamos la vida corriendo entre ollas burbujeantes y anafres en brasas. Primero el aceite, luego las verduras, luego el arroz y por último el caldillo de jitomate. Todo sin echar un solo bocado. Aspirar aquellos humos saciaba el hambre hasta por ocho horas. Nunca podré olvidar aquel concierto de percusiones metálicas, voces militarizadas y pianolas de tacones y cascos de refresco. La fiesta aún no comienza, de hecho, falta mucho para que comience, pero mis primos, hermanos y yo llevamos festejando la infancia entera.

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