Siempre me han gustado las fiestas, de las que sean, como
sean y cuando sean. Desde niño iba a muchas fiestas, la mayoría eran para
adultos pero eran igual de buenas, sino es que mejores que mejores que las de
los niños, sobre todo cuando eran en alguna casa y mi mamá y todas las mamás de
mis primos se juntaban para originar la fiesta desde temprano, pues aunque la
fiesta ya estaba pactada en fecha y horario, surgía desde cero. Unas señoras se
encargaban de adornar en patio, colgaban festones y globos de colores de techos
y paredes; ordenaban mesas y sillas parecidas a una formación militar y las pulían
con manteles blancos, daba la impresión de que comíamos en una nube gigante. Las
demás señoras se repartían en cocinas improvisadas a cocinar el banquete para
un ejército de invitados, ellas inclusive. Todo aquello se llenaba de nubes de
humo y vapor llenas de aromas deliciosos, comíamos el arroz por secciones,
mientras nos jugábamos la vida corriendo entre ollas burbujeantes y anafres en
brasas. Primero el aceite, luego las verduras, luego el arroz y por último el
caldillo de jitomate. Todo sin echar un solo bocado. Aspirar aquellos humos saciaba
el hambre hasta por ocho horas. Nunca podré olvidar aquel concierto de percusiones
metálicas, voces militarizadas y pianolas de tacones y cascos de refresco. La fiesta
aún no comienza, de hecho, falta mucho para que comience, pero mis primos,
hermanos y yo llevamos festejando la infancia entera.
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